Todos los días, a las ocho de la noche, una campana de la iglesia de San Miguel tañía pidiendo una oración a los fieles por el eterno descanso de las almas del purgatorio. Era el acostumbrado toque de ánimas. Con un Padre Nuestro y un Ave María, los abuelos cumplían con la cristiana obligación. Después se servía la cena, el espumoso chocolate perfumaba el ambiente mientras remojábamos en él las rosquitas de agua.
Lo más importante de la reunión era la plática de aparecidos que iniciaba la abuela, monólogo que habíamos escuchado una y otra vez pero que no nos cansaba.
Las calles del barrio, a partir del toque, quedaban desiertas y sólo la voz del sereno se escuchaba de vez en vez anunciando la hora y condiciones del clima.
En temporada de lluvias, el agua y los truenos daban a los relatos un tono más grave que de costumbre mientras los niños nos tapábamos los oídos para no escuchar el aullido del Nahual o los desgarradores gritos de La llorona.
Nos íbamos a dormir después de pedir la bendición mientras que los adultos permanecían un rato más en la sobremesa hablando de temas que "sólo les importa a los grandes".